viernes, 7 de enero de 2022

ZAPATOS LIMPIOS

 

ZAPATOS LIMPIOS


No es necesario poder ver la cara para reconocer qué tipo de cliente entra en la librería. El día antes de Reyes, a primera hora de la tarde, fue uno inconfundible. Estoy segura de que había pasado frente a la puerta una o dos veces antes de decidirse. Una vez en el interior, el ajetreo de los rezagados en materia de regalos no lo hizo cambiar de hábitos. Estas personas, sin duda de forma inconsciente, no van nunca directas a por un libro aunque vengan por alguno en particular. Siempre muestran recelo hacia el mostrador, no suelen preguntar y, en caso de hacerlo, sucede tras haber realizado más de un intento previo. Y, lo que más gracia me hace, suelen coger varios libros alrededor del que les ha llamado la atención antes de poder examinarlo con cierta reverencia y una casi perfectamente disimulada ansiedad. Compran poco pero cuando lo hacen es para ellos un acontecimiento.

 Con los años he desarrollado la capacidad de detectar, entre la no tan diversa pluralidad de compradores, incluso a los especímenes de esta categoría tan difícil de distinguir pero, aun así, la petición de aquel hombre joven me sorprendió por completo. Después de algún amago previo por su parte durante el antes descrito ritual, mientras parecía llegar a percibir un patrón de entradas y salidas de clientes como si de la marea se tratara, aprovechando la aparente bajamar del momento, finalmente se acercó. Era un hombre grande, visiblemente acalorado tanto por el manifiesto embarazo que le causaba el momento como por su abrigo obcecadamente abotonado hasta arriba. Saludó dándome las buenas tardes —cosa que, les aseguro, jamás nos pasa desapercibida— y con un tono de voz suave cuya precipitación trataba de domar mientras su mirada cabalgaba alternativamente entre mis ojos y cualquier cosa situada a mi espalda, comenzó a hablar. Desplegó ante mí una hoja de papel cuidadosamente doblada y realizó una breve exposición aderezada de varios sólo si no te importa; si no, no pasa nada, de verdad; no quiero molestar. Su solicitud, aunque nada habitual, era sencilla. En la hoja había escrito una extensa lista de títulos y, sacando un billete de cincuenta euros del otro bolsillo, me pedía que escogiera los libros que yo quisiera con el dinero que me entregaba, pudiendo sobrepasar mínimamente esa cantidad. Su propuesta incluía volver poco antes de la hora de cierre para que dispusiera de tiempo, si es que en el trasiego de un cinco de enero eso era posible, y recoger una bolsa con los libros envueltos para regalo, dejando las vueltas dentro de la misma o ajustando las cuentas en lo que fuera necesario.

 Desconcertada ante su petición y al mismo tiempo divertida por el mal rato que aquel hombre estaba pasando, habida cuenta de sus ojos inquietos, la media sonrisa de su cara delatada por un  único pómulo colorado asomando por la parte superior de la mascarilla y algunas gruesas gotas de sudor resbalando con parsimonia por sus sienes y frente, tardé un momento en contestar. Temiendo que mi silencio se debiera a la mera incredulidad o a la lógica desconfianza, el hombre me aclaró que prefería no saber qué libros iba a comprar para que, al abrir los paquetes al día siguiente, tuviera una sorpresa. Apenas terminaba de pronunciar las últimas palabras cuando una madre y su hijo de entre diez y doce años se acercaron al mostrador. Al percatarse de su llegada, el hombre subió un poco el tono de voz y prolongó el final de su frase añadiendo que para eso dejaba los zapatos limpios, esperando que los Reyes le trajeran algún regalo inesperado. Girando medio cuerpo hacia el chico, quien centraba su atención en el billete depositado sobre el mostrador, aquel hombre se mostró relajado por primera vez desde que había llegado, con una mirada apacible y la mascarilla menos tirante, mientras le decía: ¿verdad que dejamos los zapatos bien limpios para que traigan algo? Parecía buscar el respaldo del niño en lo que me estaba contando. Este lo miró más avergonzado que sorprendido y sonrió erguido mientras daba un paso hacia atrás, buscando el respaldo de su madre, quien ya iniciaba una alegre respuesta en su nombre.

 En ese momento, por la naturalidad y convencimiento con que se dirigió al chico, lo decidí. Tomé su lista y asentí. Él no dijo nada más, me devolvió el gesto a su vez y dándose la vuelta salió con una serenidad evidentemente antinatural. Durante las siguientes horas, en cada pequeño momento del que podía disponer volvía a su lista, escrita a pluma con una letra grande, clara y esforzada de tal manera que con toda probabilidad fuera muy diferente a la que usaba de forma habitual. Resultó fácil calcular que podría alcanzar para tres o cuatro libros, si tiraba bastante de ediciones de bolsillo. Ambos lo sabíamos y por eso cuando volvió y se acercó al mostrador, con una mal fingida prisa, en un momento en el que había bastante gente —los que inevitablemente apuran sea cual sea la hora de cierre— para evitar una posible charla o cualquier tipo de explicación, levantó una ceja al notar el peso de la bolsa que le tendía, mientras con un gesto de la mano le indicaba que estaba todo conforme. Por un instante vi que una gran sonrisa apenas podía ser contenida por su mascarilla, los ojos brillaban muy abiertos. En ningún momento dirigió su vista a la bolsa, tampoco una vez salió a la calle. Cuando me deseó un feliz año antes de darse la vuelta, los pómulos colorados manifestaban que su boca seguía sonriendo. Pero sus ojos ya no. 

 No es necesario poder ver la cara para reconocer qué tipo de cliente entra en la librería, pero me habría gustado ver la suya cuando, a la mañana siguiente, descubriera que había siete paquetes envueltos, esperando en la bolsa,  junto a sus zapatos limpios.

 

Jose Antonio González de la Cuesta. 

 

 

 

 

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